La oración es el aliento indispensable de toda dimensión
contemplativa: en estos tiempos de renovación apostólica como
siempre por lo demás, cuando se trata de una tarea apostólica, el
primer lugar se ha de dar a la contemplación de Dios, a la meditación
de su plan de salvación y a la reflexión sobre los signos de los
tiempos a la luz del Evangelio, de suerte que la oración pueda
alimentarse y crecer en calidad y en frecuencia.
De este modo la oración, abierta a la realidad de la creación
y de la historia, se convierte en reconocimiento, adoración y alabanza
constante de la presencia de Dios en el mundo y en su historia, eco de una vida
solidaria con los hermanos, sobre todo con los pobres y los que sufren.
Pero esa oración, personal y comunitaria, se evidencia tan solo si el
corazón del religioso o religiosa alcanza un grado elevado de vitalidad y
de intensidad en el diálogo con Dios y en la comunión con Cristo
Redentor del hombre.
Por eso, en el ritmo a veces fatigoso de las tareas apostólicas, la
oración personal y comunitaria habrá de tener sus momentos
cotidianos y semanales cuidadosamente elegidos y suficientemente prolongados.
Esos momentos se completarán con experiencias más intensas de
recogimiento y de oración realizadas mensual y anualmente.
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